Las uvas de la ira by John Steinbeck

Las uvas de la ira by John Steinbeck

autor:John Steinbeck [Steinbeck, John]
La lengua: spa
Format: epub, mobi
Tags: Novela, Drama, Realista
editor: ePubLibre
publicado: 1939-01-01T05:00:00+00:00


* * *

El camión cogió la carretera y subió la larga colina, a través de roca quebrada y podrida. El motor hirvió al poco rato y Tom disminuyó la velocidad y condujo con calma. Cuesta arriba, serpenteando y retorciéndose en medio de una tierra muerta, quemada, blanca y gris, en la que no había ni el más ligero rastro de vida. En una ocasión Tom se detuvo durante unos minutos para que el motor se enfriara, y luego continuó. Coronaron el paso mientras el sol aún estaba alto y contemplaron el desierto al pie…; montañas de ceniza negra en la lejanía y el amarillo sol reflejándose en el desierto gris. Los arbustos pequeños y raquíticos, salvia y tomillo, proyectaban sombras osadas sobre la arena y pedazos de roca. El deslumbrante sol estaba enfrente. Tom hizo una visera con la mano para poder ver. Pasaron la cima y bajaron en punto muerto para que el motor se enfriara. Se deslizaron por la larga cuesta hasta llegar al suelo del desierto y el ventilador giró para enfriar el agua del radiador. En el asiento del conductor, Tom, Al, Padre, y Winfield en sus rodillas, contemplaron el luminoso sol poniente, con ojos pétreos, y los semblantes morenos estaban húmedos de transpiración. La tierra abrasada y las colinas negras y cenicientas interrumpían la distancia uniforme, haciéndola parecer terrible a la luz rojiza del sol que se ocultaba.

Al exclamó:

—¡Dios, menudo sitio! ¿Y si tuvieras que cruzarlo a pie?

—Hay gente que lo ha hecho —replicó Tom—. Mucha gente lo ha hecho; y si ellos pudieron, nosotros también.

—Han debido morir muchos —dijo Al.

—Bueno, nosotros no hemos salido precisamente indemnes.

Al permaneció en silencio un rato y el desierto iba enrojeciendo mientras avanzaban.

—¿Crees que volveremos a ver a los Wilson? —preguntó Al.

Tom bajó los ojos y miró el indicador del aceite.

—Tengo la corazonada de que dentro de nada a la señora Wilson no la va a volver a ver nadie. Es sólo una corazonada que tengo.

Winfield dijo:

—Padre, quiero salir.

Tom dirigió la vista hacia él.

—Es un buen momento para que salgan todos antes de que nos acomodemos para viajar toda la noche —fue frenando hasta detener el camión. Winfield salió a toda prisa y orinó al borde de la carretera. Tom se asomó—. ¿Alguien más?

—Aquí arriba aguantamos bien —gritó el tío John.

Padre dijo:

—Winfield, súbete a la carga. Se me duermen las piernas si te llevo encima.

El chiquillo se abrochó el mono y trepó obedientemente por la parte trasera; pasó a cuatro patas por el colchón de la abuela y avanzó hacia Ruthie.

El camión siguió adelante en el atardecer, y el filo del sol hirió el árido horizonte y tiñó de rojo el desierto.

—No te han dejado ir delante, ¿eh? —dijo Ruthie.

—No he querido. No se está tan bien como aquí. No podía tumbarme.

—Bueno, pues no me molestes, chillando y hablando —dijo Ruthie—, porque yo pienso dormirme, y cuando despierte, habremos llegado. ¡Porque lo ha dicho Tom! Va a resultar extraño ver una tierra bonita.

El sol desapareció y dejó un gran halo en el cielo.



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